jueves, 16 de septiembre de 2010

Soren Kierkgaard, en Temor y temblor, sobre la fe y el cuerpo:




Lo confieso sinceramente: no he hallado en el curso de mis observaciones un solo ejemplar auténtico del caballero de la fe, sin negar por eso que quizá un hombre, de cada dos, acaso lo sea. Sin embargo, he buscado sus rastros durante muchos años, pero en vano.
(...)
A bajar el sol, retorna a su casa, y su paso no traiciona mayor fatiga que la de un cartero. Por el camino piensa que su esposa seguramente le ha preparado para su vuelta algún plato caliente, una verdadera novedad, ¿quién sabe?, una cabeza de cordero al gratin y quizá condimentada. Si se halla con alguien semejante a él, es muy capaz de acompañarlo hasta Österport para hablarle de este plato con una pasión digna de un fondero. Casualmente no tiene dos centavos pero cree a pie juntillas que su mujer le reserva esa golosina. Y si se da la casualidad, qué espectáculo digno de envidia para las gentes de alta condición y, capaz de provocar el entusiasmo del bajo pueblo es verlo sentado a la mesa: ni Esaú ha tenido apetito semejante. Si su mujer no ha hecho ese plato él conserva, cosa curiosa, el mismo humor. (...) Ya en su casa, se acoda sobre una ventana abierta, mira el lugar hacia el cual da su departamento y sigue todo lo que allí transcurre; ve una rata escabullirse bajo una canaleta, los niños que juegan; todo le interesa; y tiene ante las cosas la tranquilidad de alma de una jovencita de diez y seis años. No es un genio sin embargo, porque yo he tratado de sorprender vanamente en él el signo inconmensurable de la genialidad. Al anochecer, fuma su pipa, y entonces se juraría que es un salchichero en la beatitud de la jornada terminada. Vive en una despreocupación de holgazán; y sin embargo paga el precio más caro el tiempo favorable, cada instante de su vida; porque no realiza la menor cosa sino en virtud de lo absurdo.



Y con todo es como para enfurecerse, cuanto menos de celos, porque ese hombre ha efectuado y cumplido en todo instante el movimiento infinito. Vuelca en la resignación infinita la profunda melancolía de su vida, conoce la felicidad de lo infinito, ha experimentado el dolor de la total renuncia a lo que más ama en el mundo; y gusta lo finito con tan pleno placer como aquél que no ha conocido nada mejor, no muestra señales del adiestramiento que hace sufrir inquietud y temor; se deleita con un aplomo tal que, parece, nada hay más cierto en este mundo finito. Y sin embargo toda esa representación del mundo que él produce es una nueva creación en virtud de lo absurdo. Se ha resignado infinitamente a todo para recobrarlo todo en virtud del absurdo. Constantemente efectúa el movimiento del infinito pero con una precisión y una seguridad tales que obtiene sin cesar lo finito sin que se sospeche la existencia de otra cosa. Creo que para un bailarín el esfuerzo más difícil de efectuar consiste en colocarse de un golpe en una posición precisa, sin un segundo de titubeos e incluso efectuando el salto mismo. Puede suceder que no haya acróbata dueño de semejante habilidad, pero mi caballero la posee. Muchos viven sumergidos en las inquietudes y placeres del mundo; son como aquellos que en las fiestas se quedan sin bailar. Los caballeros del infinito son bailarines a quienes no falta altura. Saltan en el aire y vuelven a caer, lo cual no deja de ser un pasatiempo divertido y hasta agradable a la vista. Pero cada vez que caen no pueden del primer intento guardar el equilibrio; vacilan un instante en una indecisión que muestra que ellos son extraños al mundo. Esta vacilación es más o menos notable según su maestría, pero ni siquiera el más hábil de todos puede disimularla. Es inútil verlos en el aire, basta observarlos en el instante en que tocan el suelo retomando pie: es entonces cuando se los conoce. Pero volver a caer de tal modo que parezca a la vez estar detenido y andando, transformar en marcha el salto hacia la vida, expresar el sublime impulso en el curso del terreno: he allí el único prodigio, aquello de que solo el caballero de la fe es capaz.


Pinturas: Harmony Korine